Nota: Si estáis planeando un viaje a Alemania, os recomiendo que visitéis la guía de Alemania que he escrito recientemente para BuscoUnViaje.com. También tenemos una guía de la Selva Negra.
Tanto tiempo viviendo y viajando por lugares donde comprendo y hablo la lengua del lugar ha tenido un efecto perverso sobre mi personalidad: me he vuelto un tímido de las relaciones inter-linguales. El disparo de salida a la timidez se produjo en Zurich con un suizo-alemán que sólo hablaba suizo-alemán, pero en Tübingen esa sensación se ha acentuado. Tanto, que ayer me encontré sin palabras cuando una chica me preguntó si la encontraba preciosa...
En Tübingen he abierto un pequeño paréntesis en el interrail de la amistad para volcarme en el interrail de la familia. Gracias a este cambio, durante dos días he podido mostrarme tal y como realmente soy, y no como mis amigos piensan que soy. Por ejemplo, en Tübingen no he tenido que comer pepino, contrariamente a lo que sucedió en Marsella, Antibes y Zurich, donde se me sirvieron sendas ensaladas de pepino y tuve que enfrentarme a ellas con la ayuda de abundante mostaza y de esa capacidad que los hombres de mi familia tienen de bloquear mentalmente ambas fosas nasales. ¡En los tres sitios! ¡Pepino! ¿Alguien les había dado el chivatazo?
Sin embargo, en casa de mi primo para desayunar, o en casa del otro primo para cenar, no tuve que comer pepino. A esta anormalidad pepinil -dentro de lo que es este viaje- ayudó el que a la mujer de uno de mis primos tampoco le gustara el pepino -ni tampoco la rúcula- y que además, para asegurarme una cena "pepino free", me ofreciera (con éxito) a cocinarles una lasagna (sin pepino).
Decía antes que Tübingen y el alemán han sacado a relucir esa timidez idiomática que creía enterrada tras haber pasado muchas horas de mi juventud (todavía en curso) en contextos donde no entendía una palabra. En aquella época, por ejemplo en Lausana cuando llegué en el 97, no tenía ningún problema en probar con las tres palabras que conocía, o en caso de fracaso comunicativo, en pedirles que me hablaran en otro idioma o por gestos. Sin embargo, todas aquellas experiencias han debido de quedar olvidadas, porque en la panadería, en el bar o en el kiosco de Tübingen, ante los chorros conversacionales de los dependientes, lo único que he logrado ha sido poner mi cara de niño bueno y darles pena. Esa ha sido mi única arma... era incapaz de pronunciar una sola palabra; y todo por culpa de ese primer incidente traúmatico en una gasolinera entre Tübingen y Bebenhausen.
Tanto tiempo viviendo y viajando por lugares donde comprendo y hablo la lengua del lugar ha tenido un efecto perverso sobre mi personalidad: me he vuelto un tímido de las relaciones inter-linguales. El disparo de salida a la timidez se produjo en Zurich con un suizo-alemán que sólo hablaba suizo-alemán, pero en Tübingen esa sensación se ha acentuado. Tanto, que ayer me encontré sin palabras cuando una chica me preguntó si la encontraba preciosa...
En Tübingen he abierto un pequeño paréntesis en el interrail de la amistad para volcarme en el interrail de la familia. Gracias a este cambio, durante dos días he podido mostrarme tal y como realmente soy, y no como mis amigos piensan que soy. Por ejemplo, en Tübingen no he tenido que comer pepino, contrariamente a lo que sucedió en Marsella, Antibes y Zurich, donde se me sirvieron sendas ensaladas de pepino y tuve que enfrentarme a ellas con la ayuda de abundante mostaza y de esa capacidad que los hombres de mi familia tienen de bloquear mentalmente ambas fosas nasales. ¡En los tres sitios! ¡Pepino! ¿Alguien les había dado el chivatazo?
Sin embargo, en casa de mi primo para desayunar, o en casa del otro primo para cenar, no tuve que comer pepino. A esta anormalidad pepinil -dentro de lo que es este viaje- ayudó el que a la mujer de uno de mis primos tampoco le gustara el pepino -ni tampoco la rúcula- y que además, para asegurarme una cena "pepino free", me ofreciera (con éxito) a cocinarles una lasagna (sin pepino).
Decía antes que Tübingen y el alemán han sacado a relucir esa timidez idiomática que creía enterrada tras haber pasado muchas horas de mi juventud (todavía en curso) en contextos donde no entendía una palabra. En aquella época, por ejemplo en Lausana cuando llegué en el 97, no tenía ningún problema en probar con las tres palabras que conocía, o en caso de fracaso comunicativo, en pedirles que me hablaran en otro idioma o por gestos. Sin embargo, todas aquellas experiencias han debido de quedar olvidadas, porque en la panadería, en el bar o en el kiosco de Tübingen, ante los chorros conversacionales de los dependientes, lo único que he logrado ha sido poner mi cara de niño bueno y darles pena. Esa ha sido mi única arma... era incapaz de pronunciar una sola palabra; y todo por culpa de ese primer incidente traúmatico en una gasolinera entre Tübingen y Bebenhausen.
Me subo a la bicicleta de mi primo y dirijo mis pedales hacia el monasterio de Bebenhausen, a unos 7 kilómetros de Tübingen. He olvidado coger agua y el calor es asfixiante, así que cuando veo una gasolinera paro un momento para comprar una botella de Volvic (y un helado, claro). Cuando voy a pagar, la dependienta, que ya al entrar me ha lanzado varias frases que al no entender he ignorado elegantemente, me suelta una retahíla de palabras que yo no alcanzo a situar en el contexto 'gasolinera'. Además, la lección de "Los Combustibles" me la debi de perder en mis cursos de aleman. Cuando ya voy a sonreír con mi cara de 'no me pegues' se me ilumina la bujía: "seguro que me está preguntando por el número de surtidor en el que he llenado el depósito de mi coche".
- Nein, nein. Keine brrrrr. Ich (hago el símbolo internacional de ir en bici). (Sonrío confiadamente)
Su mirada me transmite claramente que mi respuesta no tiene ningun sentido, al menos en relación con la pregunta -o afirmación- que ella había hecho. Por lo menos, pienso desde mi sonrojo, ahora ya sabe que no hablo alemán. Se lo he dejado bien claro.
La chica es una auténtica profesional, y como le han dicho que tenía que ser cordial con todos los clientes (incluso con los que solo han comprado una botella de agua (y un helado) y responden cosas raras mientras hacen ruidos), decide proseguir la conversación como si no hubiera ocurrido nada:
- Am I beautiful today?
Yo me froto los oídos y me destapono los ojos. ¿Está bonita hoy? ¡Y yo que sé! ¡No sé cómo estaba ayer! ¿Se habrá levantado especialmente radiante y lo comparte con todo aquel con quien se cruza? La observo... Fea no es... ¿pero bonita? ¿bella?
Vaya problema en el que me ha metido. A lo mejor su felicidad depende de la afirmación de su belleza, y yo podría arruinarle el día si no contesto positivamente. Pero... si le digo que hoy está very beautiful, quizas lo considere un compromiso y me lleve a conocer a sus padres y tenga que quedarme varias décadas en estas tierras de prados, riachuelos, heidis y tejados inclinados. ¡Y yo quiero volver a mi casa! ¡Qué gran dilema!
La chica interrumpe mi (larga) línea de pensamiento con una nueva frase:
- ¿No English?
¡Salvado! ¡Eso es! ¡No la he entendido! ¡Ni siquiera soy consciente de que me acaba de preguntar si estaba preciosa hoy!
Pongo mi cara de no entender nada y ella asiente comprensiva. Le digo (en español) que soy español y ella me dice que no, que ella es turca. Para compensarlo, me da un bombón que aunque no me gusta acepto gustoso. He aprendido la lección: un silencio y una sonrisa son más efectivos que unas palabras y unos gestos. Ya lo dijo el profera: "cállate, Ra y Mon".
Tübingen - 11,804 pasos (y pedaladas)
[Nota: mientras quito la cadena de mi bicicleta a la salida de la gasolinera y observo feliz el sol y la brisa y el color verde brillante de los prados, la solución cae sobre mí como un rayo sobre una vaca pastando: "What a beautiful day".
Pienso en volver a entrar en la gasolinera y decirle a la chica que efectivamente hace un día muy bonito, pero estoy tan sonrojado que decido subirme a la bicicleta y continuar mi camino hacia Bebenhausen como si nunca hubiera pasado nada.]
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