Esta mañana me he levantado con fuerzas, muy energético. Me he duchado, he desayunado cereales con leche de soja, he puesto a funcionar mi iPhone y me he ido caminando hasta la estación de bicing que hay cerca de mi casa. Y pedaleando he cogido el camino hacia el trabajo...
Desde un principio me he dado cuenta de que hoy algo era distinto: cada persona con la que me cruzaba se quedaba mirándome fijamente durante varios segundos. Chicos y chicas, jovenes y viejos, gordos y flacos, extranjeros y locales, millonarios y pobres; todos. Todos me miraban.
Debo de tener el guapo subido -he pensado-, o quizás sea la gorra que me he puesto para protegerme del sol, o los auriculares saliendo de mis orejas mientras pedaleo con garbo al ritmo de Felix Da Housecat. En verdad -he continuado mi razonamiento-, hacen bien en mirarme, porque hoy me siento muy atractivo.
Mis pedales me han llevado por el Raval, por el paseo de Colón y por el Port Vell. Al llegar a la playa de San Sebastian, los numerosos extranjeros que desayunaban en una terraza han girado sus cabezas para acompañar mi paso. Muy intrigado -porque ni siquiera mi gran atractivo del día explicaba esas miradas de asombro- he parado la bicicleta y me he quitado los cascos. Pero la gente se ha hecho la despistada, y han apartado sus miradas de mí. Una vez parado ya no les parecía digno de su atención. Yo, a cambio, les he respondido con todo mi desprecio; y he comenzado a pedalear de nuevo...
Ha sido entonces que ha comenzado a taladrarme los oídos un agudísimo sonido de rozamiento entre las ruedas y uno de los hierros de bicicleta. El guapo se me ha bajado rápidamente: despues de dejar la bicicleta -y objeto de atención para tanta gente aficionada a los sonidos agudos- en su estación, he ido caminando hasta el trabajo sin que ni siquiera los viejos levantaran sus ojos del dominó mientras yo pasaba a su lado.
Desde un principio me he dado cuenta de que hoy algo era distinto: cada persona con la que me cruzaba se quedaba mirándome fijamente durante varios segundos. Chicos y chicas, jovenes y viejos, gordos y flacos, extranjeros y locales, millonarios y pobres; todos. Todos me miraban.
Debo de tener el guapo subido -he pensado-, o quizás sea la gorra que me he puesto para protegerme del sol, o los auriculares saliendo de mis orejas mientras pedaleo con garbo al ritmo de Felix Da Housecat. En verdad -he continuado mi razonamiento-, hacen bien en mirarme, porque hoy me siento muy atractivo.
Mis pedales me han llevado por el Raval, por el paseo de Colón y por el Port Vell. Al llegar a la playa de San Sebastian, los numerosos extranjeros que desayunaban en una terraza han girado sus cabezas para acompañar mi paso. Muy intrigado -porque ni siquiera mi gran atractivo del día explicaba esas miradas de asombro- he parado la bicicleta y me he quitado los cascos. Pero la gente se ha hecho la despistada, y han apartado sus miradas de mí. Una vez parado ya no les parecía digno de su atención. Yo, a cambio, les he respondido con todo mi desprecio; y he comenzado a pedalear de nuevo...
Ha sido entonces que ha comenzado a taladrarme los oídos un agudísimo sonido de rozamiento entre las ruedas y uno de los hierros de bicicleta. El guapo se me ha bajado rápidamente: despues de dejar la bicicleta -y objeto de atención para tanta gente aficionada a los sonidos agudos- en su estación, he ido caminando hasta el trabajo sin que ni siquiera los viejos levantaran sus ojos del dominó mientras yo pasaba a su lado.
1 comentario:
Igual es que antes se te veía el iPhone asomando y todos se volvían muertos de envidia...
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